17 de marzo de 2010

Un poema de Antonio Llorente Abellán




El próximo 24 de marzo, Antonio Marín Albalate y quien suscribe apadrinaremos el bautizo del nuevo libro de poemas de Antonio Llorente Abellán, Herida, tercer título de la colección Pasión del verbo que publica la editorial Huerga & Fierro con el patrocinio del Patronato Carmen Conde - Antonio Oliver. Será en el Museo Ramón Gaya de Murcia a las 20:00h. A continuación pueden leer uno de los poemas del libro:


PRECEPTIVAS

Habrá que hacer loa de cualquier cosa.

De la mera contemplación hacer poesía.

Lo mismo ha de dar una nube que un amor,
o la emoción de contemplar un cántaro,
qué cosas...

Y es que hay que rastrear lo sublime,
hacerlo brotar entre las líneas de los versos.
Parece que ahora importa más el papel en blanco
que el sordo rumor de un corazón desmoronado
o el de un alma arrugada en el ocaso
porque siente con el día morirse el mundo.

Hoy hay que hacer poesía de memoria
y medir bien los versos, hacer trampas,
no decir la verdad aunque nos mate,
tanta sinceridad, tanto ripio disfrazado
de soneto matemático y puro.

Poetas de la elegía nos dicen
los poetas sordos y cerebrales
porque no saben escuchar el dulce temblor
de todo lo que vive camino de la muerte.

No saben de las ansias,
no saben del origen
silencioso y turbio
de cada canción que les suena hermosa.

No saben nada de la vida ni han entendido
apenas ningún libro.

Hay que ser como ellos, agasajar
las conciencias de este mundo dormido.

Y ni un llanto, por favor, ni una pena,
y no hablar del yo, que a nadie importa.

Mejor las nubes, las aves, los cántaros,
y todo muy discretamente, y muy bien medido
sin hacer ruido, por dios, que nadie se moleste.

Antonio Llorente Abellán

2 de marzo de 2010

Un poema de Eloy Sánchez Rosillo





Mi buen amigo J. me comenta por correo electrónico su extrañeza tras haber leído la entrada anterior: "En varias ocasiones te he escuchado, en tus recitales de poesía o en conversaciones privadas, aludir a las razones de tu gran aprecio por la persona y la obra de Eloy Sánchez Rosillo [...] Seguramente no recuerdas —me dice— que en su libro «La vida» hay un poema sobre Donizetti titulado «Una fotografía»..." Le respondo que desde luego recordaba el poema y —por si no lo hubiera recordado— lo tenía entre los resultados de las búsquedas que hice en Google antes de ponerme a pergeñar el artículo, que escribí por encargo —con 48 horas escasas para entregarlo y la limitación añadida de que la extensión no fuera mayor de dos folios— y en el que las citas de Carnero y Colinas son significativas de un cierto estado de opinión en la época —mediados de los setenta— en la que se escribieron (y en concreto la de Carnero una mera alusión en el seno de un poema "metapoético", como la mayoría de los de ese libro suyo). Pero también estoy contigo, querido J., en lo excelente de la oportunidad para traer el poema junto a la reproducción del daguerrotipo en el que se basa (tomado al parecer por el propio Daguerre en París en agosto de 1847) que el propio Eloy me ha facilitado, lo que desde aquí le agradezco:


UNA FOTOGRAFÍA

Entre aquel hombre al que le dio la vida
tantas noches de gloria en los teatros
más famosos de Europa y éste que, inoportuno,
nos muestra en su patética ruina
el viejo y cruel daguerrotipo, no hay
sino un poco de tiempo.

                                                    En unos cuantos años
—sigilosa, implacable—, la sífilis ha ido
con tesón completando en este cuerpo
su siniestra tarea. El resultado
del oscuro proceso de destrucción podemos
verlo en todo su horror en la tremenda imagen
a la que me refiero, una de aquellas placas
de los primeros tiempos de la fotografía
(hecha, según sabemos, en agosto del año
47 del pasado siglo).

Sí, ese triste guiñapo que sin piedad ninguna
recoge el objetivo es cuanto queda
del célebre Gaetano Donizetti.
                                                               Miradlo:
todavía es un hombre joven, aún no ha cumplido
cincuenta años, pero ya la muerte
muy de cerca lo ronda. Ahí está, derrumbado
en el sillón de un cuarto de la casa
que ahora habita en París, ajeno, ausente.
Junto a él aparece, circunspecto
y mirando a la cámara con pesadumbre, Andrea,
el sobrino del músico en quien ha recaído
el penoso trabajo de cuidar al enfermo.

Tiene el maestro contraído el rostro
por el dolor; los ojos y los puños,
cerrados y apretados con fuerza; la cabeza,
caída sobre el pecho silencioso
del que antaño dulcísima brotara
como luz milagrosa tanta música.
                                                                      Nadie
diría que este hombre es el mismo que hizo
las espléndidas óperas que recorren triunfantes
los teatros de Italia, Francia y Austria.

¿Qué ha sido de las noches clamorosas de estreno
en que la multitud lo celebraba
y emperadores, reyes, nobles damas, magnates,
lo trataban con suma deferencia?
Todos hablan ahora del pobre Donizetti,
del año y medio que ha pasado el músico
en aquel manicomio de Ivry; circulan muchas
habladurías sobre la terrible
enfermedad venérea que contrajo en alguna
de sus innumerables aventuras galantes;
bien ha pagado el desgraciado —dicen—
su vida disoluta, la afición desmedida
que a cualquier laya de mujeres tuvo.

Sólo unos meses faltan para que al fin la muerte
lo libre del tormento de vivir de este modo.
Mas seguirá después su prodigiosa música
rodando por el mundo. Nunca será olvidada,
y les dará a los hombres para siempre
consuelo y esperanza, emoción y alegría.